Existe un argumento que siempre sale a relucir en cualquier airada defensa de la tauromaquia: la importancia de respetar nuestras tradiciones más ancestrales y profundamente arraigadas.
Los partidarios de la lidia defienden a capa y espada su derecho a seguir disfrutando de ella con el pretexto de que siempre estuvo ahí, formando parte de la cultura popular española de manera incuestionable.
La realidad es bien distinta. A lo largo de la historia, la tauromaquia ha despertado el rechazo más visceral en nobles, religiosos, artistas o figuras relevantes de todo pelaje, en todas las capas de la sociedad, que manifestaron su oposición frontal a una práctica que consideraban innecesariamente cruel y despiadada.
Se cree que la tauromaquia tiene su origen en la Edad de Bronce, fue la romanización de la Península y la importación de espectáculos como la lucha de fieras que tanto gustaba a los romanos lo que extendió el sacrificio público del toro como entretenimiento para las masas. Y sin embargo, no fue hasta el siglo XIII cuando lo que hoy se conoce como corridas de toros tomó forma. Un tiempo en el que, de manera paralela, surgieron sus primeros y más firmes detractores.
Los primeros que se posicionaron en contra al comprobar cómo se divertía el pueblo llano toreando reses bravas fueron los miembros de la Iglesia católica. En parte, porque al celebrarse los domingos vaciaban los templos religiosos. En 1215, el obispo de Segovia decretó que ningún clérigo podía “jugar a los dados ni asistir a juegos de toros”, bajo riesgo de ser suspendido en caso de hacerlo. Ese mismo siglo, Alfonso X El Sabio prohibió que se torease por dinero. En el siglo XVI, la Iglesia española desaconsejó al clero asistir a los espectáculos taurinos, una práctica que consideraba indigna y deshonrosa y que, como aquel obispo segoviano 300 años antes, equiparaba con los juegos de azar.
Pero existe un personaje histórico que se declaró totalmente en contra de la tauromaquia, ese fue el papa Pío V. El 1 de noviembre de 1567 promulgó una bula, llamada De salutis gregis dominici, por la que excomulgaba a quienes “organizaran o asistieran” a los festejos taurinos. Los consideraba una costumbre “pagana, bárbara, cruenta y vergonzosa”, propia “no de hombres sino del demonio”, y “contraria a la piedad y caridad” que se presuponían virtudes del buen creyente. Incluso iba más allá: los muertos como resultado de una cogida habrían de ser enterrados fuera de los cementerios cristianos. No había sitio en el cielo para los taurinos.
Por intervención directa de Felipe II, quien no quería ponerse a los españoles en contra, la bula no llegó a publicarse en nuestro país. Y aunque el propio rey presionó con éxito al siguiente pontífice, Gregorio XIII, para que levantara la prohibición, sus sucesores (Sixto V y Gregorio XIV) trataron de recuperarla a toda costa. No fue hasta la llegada de Clemente III, en 1592, cuando la Iglesia pareció rendirse ante la evidente dificultad de erradicar una costumbre fuertemente arraigada en España.
Tiempo después, Felipe V, coincidiendo con el estreno del siglo XVIII trajo a España aires de modernidad procedentes de Francia. A su llegada, fue recibido con un espectáculo de rejoneadores a caballo, en lo que se suponía una bienvenida por todo lo alto. Lo que presenció provocó en el monarca galo un profundo malestar: tras convencer a la corte de que una práctica como aquella era una pésima influencia para el pueblo, en 1723 promulgó una ley con la que prohibía el toreo a caballo.
Más que provocar la desaparición de la tauromaquia, la ley de Felipe V llevó al crecimiento de su popularidad entre el pueblo llano: el toreo a pie multiplicó su número de adeptos. Dispuesto a acabar su tarea, Carlos III dio un paso más, y en 1771 prohibió por completo las corridas de toros.
Algo parecido sucedió después con Carlos IV, que volvió a prohibir las corridas por decreto una ley que los españoles se saltaron, de nuevo. La llegada de la guerra de la Independencia eclipsó la ley, que cayó en el olvido. Habría que esperar hasta la segunda república para ver algo parecido a una nueva prohibición, en este caso de las capeas y encierros, que tampoco se llevó a efecto a causa del estallido de la guerra civil.
Esta es la verdad histórica, algo que desconocen los taurinos. Más les valdría leer y aprender.
Les recomendamos que se informen de la historia de España, les hace mucha falta.